viernes, 15 de enero de 2010

El nuevo traje del emperador


Érase una vez un emperador muy vanidoso a quien le encantaban los finos ropajes. Gastaba la mayor parte de su tiempo y mucho dinero en espléndidos trajes nuevos. El emperador descuidaba por completo los asuntos de su gobierno y sólo le interesaba aparecer en público para lucir sus nuevos trajes y sombreros.

Un día llegaron a la ciudad dos estafadores y decidieron sacar partido de la afición exagerada del emperador.

-Tengo un plan con el que nos volveremos ricos en poco tiempo -dijo uno de ellos.

Las puertas del palacio estaban abiertas para los tejedores y sastres de todos los rincones de la tierra. En poco tiempo, los dos estafadores tuvieron audiencia con el emperador.

-Somos tejedores de un país muy lejano y fabricamos la tela más hermosa que se pueda imaginar su Excelencia -dijeron los falsos tejedores, mientras el emperador escuchaba con sumo interés-. Los colores son majestuosos y el diseño es inigualable.

-Esta tela -continuaron diciendo-, tiene la propiedad de ser invisible para todo aquel que sea tonto y no esté a la altura de su puesto.
"Una tela así me sería muy útil", pensó el emperador. "Así podré saber cuáles de mis ministros no están a la altura de sus cargos."
Sin pensar más, el emperador le ordenó a su primer ministro entregarles a los tejedores el dinero necesario, así como la seda y los hilos de oro, para que empezaran el trabajo de inmediato.
Los dos estafadores se pusieron manos a la obra. Alquilaron un telar y un gran taller, y se instalaron con toda comodidad. Cada vez que alguien iba a verlos, fingían trabajar arduamente.
Por supuesto, no estaban tejiendo nada. Todos los días escondían un poco de seda y de hilos de oro, y se pasaban el tiempo comiendo y bebiendo.

Entretanto, el emperador se deleitaba pensando en su maravilloso traje nuevo.
"Me pregunto cómo irá el trabajo de esos tejedores", pensaba. No estaba muy seguro de ir a ver la tela por sí mismo, pues lo inquietaban sus poderes mágicos… ¡Claro que eso no debía preocuparle en lo más mínimo!

-¡Ya sé! -exclamó el emperador-. Enviaré a mi primer ministro. Él no es ningún tonto y está a la altura de su cargo. La tela no será invisible para él. El emperador mandó llamar a su primer ministro y le pidió un reporte detallado sobre la elaboración de la tela. Ya toda la ciudad se había enterado de la fabricación de la maravillosa tela. El primer ministro, que era un hombre sensato, decidió ir solo a supervisar el trabajo de los tejedores.

"No soy estúpido y sé muy bien que soy apto para mi cargo, pero es mejor tomar precauciones".

Los falsos tejedores recibieron muy amablemente al primer ministro. Uno de ellos levantaba los brazos en el aire, como si estuviera sosteniendo la tela, y hablaba de sus magníficos colores. El otro movía las manos sobre el telar, fingiendo entrelazar los hilos. Sin embargo, el pobre primer ministro ¡no veía absolutamente nada!

"¿Me habré vuelto estúpido?" se preguntó preocupado.

El primer ministro regresó al palacio.
-Su Excelencia -dijo en tono solemne-. Jamás había visto nada igual.
El emperador estaba escuchando impaciente.
-Bueno, pues dime cómo es.
-Hemm... su Excelencia.... los colores son exquisitos, como un hermoso atardecer: azul, rosado, malva y dorado. El diseño es muy elaborado… como un jardín, con delicadas flores, árboles majestuosos y límpidos arroyos. ¡Estoy sorprendido de la habilidad de esos tejedores!
Al cabo de unos días, los embaucadores le pidieron más dinero al primer ministro. En el fondo de su corazón, él sabía que algo no andaba bien, pero le daba temor confesar que no veía la tela. Así pues, accedió a enviarles más dinero.
Al día siguiente, los sirvientes del emperador fueron al taller de los falsos tejedores a dejarles tanto el dinero que pedían como más hilos de oro. Los estafadores estaban encantados.
La impaciencia del emperador aumentaba cada día más. Esta vez decidió enviar a uno de sus cortesanos de confianza a supervisar el trabajo de los tejedores. La sorpresa del cortesano al ver el telar vacío fue total. Sin embargo, para que los tejedores no pensaran que era un tonto, se acercó al telar e hizo como si examinara cuidadosamente la tela.

Cuando regresó al palacio del emperador, no quiso revelar su incapacidad para ver la tela. No quería exponerse a que lo considerasen estúpido. Entonces, alabó la tela e hizo una magnífica descripción que complació al emperador. Por fin, el emperador decidió ir a ver la tela con sus propios ojos. Los estafadores lo recibieron con grandes venias.

El emperador no salía de su asombro: ¡No podía ver la tela!

-Toque esta tela, su Excelencia -decían los falsos tejedores-. Es de una suavidad y una delicadeza indescriptibles.

-Hemm... sí, claro, claro, muy suave -dijo el emperador-. Es un trabajo absolutamente maravilloso.

El día de la prueba del traje llegó por fin. El emperador esperaba pacientemente en ropa interior mientras los estafadores hacían como si estuvieran probándole al emperador el famoso traje. Los cortesanos, reunidos en torno a él, alababan la calidad del diseño y la hermosura de los colores.

-¡Su Excelencia debería lucir este traje en la procesión de mañana! -dijo alguien.

Al día siguiente, los estafadores le ayudaron al emperador a ponerse el traje. Con todo cuidado, le alcanzaban cada prenda y él, con el mismo cuidado, hacía lo mejor para ponérsela.

-¿Me veo bien? -preguntaba con nerviosismo el emperador, al tiempo que se miraba en el espejo.

-¡Oh, sí, su Excelencia! -todos exclamaban, con una sonrisa de oreja a oreja.

El emperador desfiló por toda la ciudad. La gente comentaba con admiración la delicadeza y vistosidad de las prendas. Nadie quería pasar por tonto. De repente, un niño gritó:

-¡Pero si el emperador está desnudo!

Todo el mundo empezó a reírse a carcajadas.

El emperador se sentía muy avergonzado, pues sabía que la gente tenía razón. A pesar de todo, siguió caminando con la cabeza muy erguida, resuelto a no admitir en público su estupidez. Por su parte, los astutos estafadores en otro lugar, disfrutaban de la inmensa fortuna.
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