miércoles, 18 de marzo de 2009

El conejito ingenioso


Periquín tenía su linda casita junto al camino. Periquín era un conejito de blanco peluche, a quien le gustaba salir a tomar el sol junto al pozo que había muy cerca de su casita. Solía sentarse sobre el brocal del pozo y allí estiraba las orejitas, lleno de satisfacción. Qué bien se vivía en aquel rinconcito, donde nadie venía a perturbar la paz que disfrutaba Periquín!

Pero un día apareció el Lobo ladrón, que venía derecho al pozo. Nuestro conejito se puso a temblar. Luego, se le ocurrió echar a correr y encerrarse en la casita antes de que llegara el enemigo: pero no tenía tiempo! Era necesario inventar algún ardid para engañar al ladrón, pues, de lo contrario, lo pasaría mal. Periquín sabía que el Lobo, si no encontraba dinero que quitar a sus víctimas, castigaba a éstas dándoles una gran paliza.

Ya para entonces llegaba a su lado el Lobo ladrón y le apuntaba con su espantable trabuco, ordenándole: - Ponga las manos arriba señor conejo, y suelte ahora mismo la bolsa, si no quiere que le sople en las costillas con un bastón de nudos. - Ay, qué disgusto tengo, querido Lobo! -se lamentó Periquín, haciendo como que no había oído las amenazas del ladrón- Ay, mi jarrón de plata...! - De plata...? Qué dices? -inquirió el Lobo.



Sí amigo Lobo, de plata. Un jarrón de plata maciza, que lo menos que vale es un dineral. Me lo dejó en herencia mi abuela, y ya ves! Con mi jarrón era rico; pero ahora soy más pobre que las ratas. Se me ha caído al pozo y no puedo recuperarlo! Ay, infeliz de mí! -suspiraba el conejillo. - Estás seguro de que es de plata? De plata maciza? -preguntó, lleno de codicia, el ladrón - Como que pesaba veinte kilos! afirmó Periquín-. Veinte kilos de plata que están en el fondo del pozo y del que ya no lo podré sacar. - Pues mi querido amigo -exclamó alegremente el Lobo, que había tomado ya una decisión-, ese hermoso jarrón de plata va a ser para mí.

El Lobo, además de ser ladrón, era muy tonto y empezó a despojarse sus vestidos para estar más libre de movimientos. La ropa, los zapatos, el terrible trabuco, todo quedó depositado sobre el brocal del pozo. - Voy a buscar el jarrón- le dijo al conejito. Y metiéndose muy decidido en el cubo que, atado con una cuerda, servía para sacar agua del pozo, se dejó caer por el agujero.

Poco después llegaba hasta el agua, y una voz subió hasta Periquín: - Conejito, ya he llegado! Vamos a ver dónde está ese tesoro. Te acuerdas hacia qué lado se ha caído? - Mira por la derecha -respondió Periquín, conteniendo la risa. - Ya estoy mirando pero no veo nada por aquí ... - Mira entonces por la izquierda -dijo el conejo, asomando por la boca del pozo y riendo a más y mejor.

Miro y remiro, pero no le encuentro... De que te ríes? -preguntó amoscado el Lobo. - Me río de ti, ladrón tonto, y de lo difícil que te va a ser salir de ahí. Éste será el castigo de tu codicia y maldad, ya que has de saber que no hay ningún jarrón de plata, ni siquiera de hojalata. Querías robarme; pero el robado vas a ser tú, porque me llevo tu ropa y el trabuco con el que atemorizabas a todos. Viniste por lana, pero has resultado trasquilado. Y, de esta suerte, el conejito ingenioso dejó castigado al Lobo ladrón, por su codicia y maldad.

martes, 10 de marzo de 2009

Caperucita roja


Érase una vez una niña que vivía en el bosque con su madre; todos la llamaban Caperucita Roja, pues siempre se ponía una capa roja que le había regalado su abuelita.

Cierta mañana, llegó un mensajero trayendo una carta con la noticia de que la abuelita no se sentía muy bien de salud.

-Una buena sopa de verduras le haría mucho bien -dijo Caperucita Roja.

-¡Qué buena idea! -comentó la madre de la niña, e inmediatamente empezó a preparar una cesta para que Caperucita Roja le llevara a la abuelita.

Cuando la cesta estuvo lista, la niña se puso la capa roja y se despidió de su madre.

-No te distraigas por el camino, hija. Ve directamente a casa de la abuelita. Recuerda que hay muchos peligros en el bosque.

-Así lo haré, mamá. No te preocupes -dijo Caperucita Roja.

Caperucita olvidó bien pronto su promesa y se distrajo con unas flores y unas mariposas de colores. Luego vio otras más hermosas un poco más allá y así, poco a poco, se fue desviando del camino.

De repente, apareció por entre los árboles un lobo feroz.

-¿Quién eres y qué haces aquí? -preguntó el lobo.

La niña respondió: -Me llaman Caperucita Roja y estoy recogiendo flores para llevarle a mi abuelita, que está enferma.

-Te aconsejo que vuelvas al camino principal -dijo el lobo feroz-.

Por si no lo sabías, por estos alrededores hay un lobo feroz.

-¿Y cómo son los lobos? -preguntó ingenuamente la niña.

-Ah, pues tienen unas orejas de color morado, muy largas -mintió el lobo-. Dime una cosa, ¿dónde vive tu abuela?

Caperucita Roja le dijo exactamente dónde vivía su abuelita. Luego, la niña siguió su camino tranquilamente. El astuto lobo tomó un atajo para llegar primero a la casa de la anciana.
El lobo conocía muy bien el bosque y pronto llegó a la casa. Esperó unos segundos frente a la puerta para recobrar el aliento y luego tocó a la puerta suavemente.

-¿Quién es? -preguntó la abuelita desde la cama.

-Es Caperucita Roja -dijo el lobo, imitando la voz de la niña.

-¡Oh, qué agradable sorpresa! -dijo la abuelita-. Pasa mi niña.

Entonces, el lobo entró. Antes de que la anciana pudiera reaccionar, el lobo se la engulló de un solo bocado. El lobo se relamió de satisfacción; luego, fue a buscar una bata al guardarropa. Enseguida se puso un gorro blanco en la cabeza y se echó unas gotas del perfume de la abuelita detrás de sus orejas peludas.

Cuando acabó de vestirse, fue a mirarse en el espejo.

-¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa mi niña -dijo el lobo, imitando la voz de la anciana. Practicó la frase varias veces hasta que se sintió satisfecho de su imitación.

Caperucita Roja llegó unos minutos más tarde y tocó a la puerta. El lobo se metió de un brinco en la cama y se cubrió con las mantas hasta la nariz.

-¿Quién es? -preguntó con su voz fingida.

-Soy yo, Caperucita Roja.

-¡Oh, qué agradable sorpresa! Pasa -dijo el lobo feroz.

Caperucita Roja entró y puso la cesta en la cocina. Luego, fue a darle un beso en la mejilla a su abuela.

-¡Pobre abuelita! -exclamó Caperucita-. Te ves muy mal.

Voy a darte algo de comer para que te mejores.

-Muchas gracias, tesoro -dijo el lobo.

Caperucita Roja comentó mientras cortaba unas rebanadas de pan:

-Abuelita, ¡qué voz más ronca tienes!

-Es para hablarte mejor -dijo el lobo.

La niña le llevó el plato de sopa a la abuelita y agregó:

-Esta sopa de pollo te sentará muy bien.

-Gracias, tesoro -dijo el lobo feroz.

Entonces, Caperucita se quedó mirando el gorro de la anciana.

-Abuelita, ¿te están molestando las orejas? ¡Parecen tan grandes!

-Están un poco inflamadas -dijo el lobo con su fingida voz-. Pero así te puedo escuchar mejor.

Mientras hablaba, las mantas se resbalaron un poco, dejándole el hocico al descubierto.

-¡Santo Dios! ¡Qué dientes más grandes!

-¡Son para comerte! -rugió el lobo.

En un segundo, Caperucita Roja acompañaba a su abuelita en la barriga del lobo.

Satisfecho, se relamió una vez más y se recostó a hacer una siesta. Roncaba tan fuerte que llamó la atención de un cazador que pasaba por ahí.

"Algo extraño sucede en la casa de la abuela de Caperucita Roja", pensó el cazador.

El cazador tocó a la puerta, pero el lobo dormía tan profundamente que no se despertó.

Al ver que nadie respondía, el cazador decidió abrir una ventana. Tan pronto como vio al lobo en la cama de la abuela, comprendió lo que había ocurrido. El cazador apuntó con su mosquete y le disparó al lobo.

-¡Aquí tienes tu merecido, lobo feroz! -gritó el cazador.

Para asegurarse de que el lobo estaba muerto, el cazador se acercó a ver si todavía le latía el corazón. Sorprendido, escuchó dos voces que pedían auxilio. El cazador se apresuró a rescatar a las víctimas. Por fortuna, Caperucita Roja y su abuela salieron sanas y salvas.

-¡Abuelita! -exclamó Caperucita Roja-. ¡Nunca había sentido tanto miedo! Nunca volveré a desatender las indicaciones de mamá.

En agradecimiento por haberlas salvado, la abuelita invitó al cazador a comer con ellas las delicias que había traído su nieta en la cesta. Cuando llegó la hora de partir, el cazador acompañó a Caperucita Roja de regreso hasta su casa.

-¡Qué bien, ya estás aquí! -exclamó la madre al ver a su hija-. ¿Cómo se siente la abuelita?

-¡Mucho mejor, ahora! -dijo Caperucita Roja con alegría.

El principe rana


El príncipe rana
Hace muchos, muchos años vivía una princesa a quien le encantaban los objetos de oro. Su juguete preferido era una bolita de oro macizo. En los días calurosos, le gustaba sentarse junto a un viejo pozo para jugar con la bolita de oro. Cierto día, la bolita se le cayó en el pozo. Tan profundo era éste que la princesa no alcanzaba a ver el fondo.

-¡Ay, qué tristeza! La he perdido -se lamentó la princesa, y comenzó a llorar.

De repente, la princesa escuchó una voz.

-¿Qué te pasa, hermosa princesa? ¿Por qué lloras?

La princesa miró por todas partes, pero no vio a nadie.

-Aquí abajo -dijo la voz.

La princesa miró hacia abajo y vio una rana que salía del agua.

-Ah, ranita -dijo la princesa-. Si te interesa saberlo, estoy triste porque mi bolita de oro cayó en el pozo.

-Yo la podría sacar -dijo la rana-. Pero tendrías que darme algo a cambio.

La princesa sugirió lo siguiente:

-¿Qué te parecen mi perlas y mis joyas? O quizás mi corona de oro.

-¿Y qué puedo hacer yo con una corona? -dijo la rana-. Pero te ayudaré a encontrar la bolita si me prometes ser mi mejor amiga.

-Iría a cenar a tu castillo, y me quedaría a pasar la noche de vez en cuando -propuso la rana.

Aunque la princesa pensaba que aquello eran tonterías de la rana, accedió a ser su mejor amiga.

Enseguida, la rana se metió en el pozo y al poco tiempo salió con la bolita de oro en la boca.

La rana dejó la bolita de oro a los pies de la princesa. Ella la recogió rápidamente y, sin siquiera darle las gracias, se fue corriendo al castillo.

-¡Espera! -le dijo la rana-. ¡No puedo correr tan rápido!

Pero la princesa no le prestó atención.

La princesa se olvidó por completo de la rana. Al día siguiente, cuando estaba cenando con la familia real, escuchó un sonido bastante extraño en las escaleras de mármol del palacio.

Luego, escuchó una voz que dijo:

-Princesa, abre la puerta.

Llena de curiosidad, la princesa se levantó a abrir. Sin embargo, al ver a la rana toda mojada, le cerró la puerta en las narices. El rey comprendió que algo extraño estaba ocurriendo y preguntó:

-¿Algún gigante vino a buscarte?

-Es sólo una rana -contestó ella.

-¿Y qué quiere esa rana? -preguntó el rey.

Mientras la princesa le explicaba todo a su padre, la rana seguía golpeando la puerta.

-Déjame entrar, princesa -suplicó la rana-. ¿Ya no recuerdas lo que me prometiste en el pozo?

Entonces le dijo el rey:

-Hija, si hiciste una promesa, debes cumplirla. Déjala entrar.

A regañadientes, la princesa abrió la puerta. La rana la siguió hasta la mesa y pidió:

-Súbeme a la silla, junto a ti.

-Pero, ¿qué te has creído?

En ese momento, el rey miró con severidad a su hija y ella tuvo que acceder. Como la silla no era lo suficientemente alta, la rana le pidió a la princesa que la subiera a la mesa. Una vez allí, la rana dijo:

-Acércame tu plato, para comer contigo.

La princesa le acercó el plato a la rana, pero a ella se le quitó por completo el apetito. Una vez que la rana se sintió satisfecha dijo:

-Estoy cansada. Llévame a dormir a tu habitación.

La idea de compartir su habitación con aquella rana le resultaba tan desagradable a la princesa que se echó a llorar. Entonces, el rey le dijo:

-Llévala a tu habitación. No está bien darle la espalda a alguien que te prestó su ayuda en un momento de necesidad.

Sin otra alternativa, la princesa procedió a recoger la rana lentamente, sólo con dos dedos. Cuando llegó a su habitación, la puso en un rincón. Al poco tiempo, la rana saltó hasta el lado de la cama.

-Yo también estoy cansada -dijo la rana-. Súbeme a la cama o se lo diré a tu padre.

La princesa no tuvo más remedio que subir a la rana a la cama y acomodarla en las mullidas almohadas.

Cuando la princesa se metió en la cama, comprobó sorprendida que la rana sollozaba en silencio.

-¿Qué te pasa ahora? -preguntó.

-Yo simplemente deseaba que fueras mi amiga -contestó la rana-. Pero es obvio que tú nada quieres saber de mi. Creo que lo mejor será que regrese al pozo.

Estas palabras ablandaron el corazón de la princesa. La princesa se sentó en la cama y le dijo a la rana en un tono dulce:

-No llores. Seré tu amiga.

Para demostrarle que era sincera, la princesa le dio un beso de buenas noches.

¡De inmediato, la rana se convirtió en un apuesto príncipe! La princesa estaba tan sorprendida como complacida.

La princesa y el príncipe iniciaron una hermosa amistad. Al cabo de algunos años, se casaron y fueron muy felices.


El principe y el mendigo


Erase un principito curioso que quiso un día salir a pasear sin escolta. Caminando por un barrio miserable de su ciudad, descubrió a un muchacho de su estatura que era en todo exacto a él.


-¡Sí que es casualidad! - dijo el príncipe-. Nos parecemos como dos gotas de agua.

-Es cierto - reconoció el mendigo-. Pero yo voy vestido de andrajos y tú te cubres de sedas y terciopelo. Sería feliz si pudiera vestir durante un instante la ropa que llevas tú.

Entonces el príncipe, avergonzado de su riqueza, se despojó de su traje, calzado y el collar de la Orden de la Serpiente, cuajado de piedras preciosas.

-Eres exacto a mi - repitió el príncipe, que se había vestido, en tanto, las ropas del mendigo.

Pero en aquel momento llegó la guardia buscando al personaje y se llevaron al mendigo vestido en aquellos momentos con los ropajes de principe.
El príncipe corría detrás queriendo convencerles de su error, pero fue inútil.

Contó en la ciudad quién era y le tomaron por loco. Cansado de proclamar inútilmente su identidad, recorrió la ciudad en busca de trabajo. Realizó las faenas más duras, por un miserable jornal. Era ya mayor, cuando estalló la guerra con el país vecino. El príncipe, llevado del amor a su patria, se alistó en el ejército, mientras el mendigo que ocupaba el trono continuaba entregado a los placeres.

Un día, en lo más arduo de la batalla, el soldadito fue en busca del general. Con increíble audacia le hizo saber que había dispuesto mal sus tropas y que el difunto rey, con su gran estrategia, hubiera planeado de otro modo la batalla.

- ¿Cómo sabes tú que nuestro llorado monarca lo hubiera hecho así?

- Porque se ocupó de enseñarme cuanto sabía. Era mi padre.

Aquella noche moría el anciano rey y el mendigo ocupó el trono. Lleno su corazón de rencor por la miseria en que su vida había transcurrido, empezó a oprimir al pueblo, ansioso de riquezas.

Y mientras tanto, el verdadero príncipe, tras las verjas del palacio, esperaba que le arrojasen un pedazo de pan.

El general, desorientado, siguió no obstante los consejos del soldadito y pudo poner en fuga al enemigo. Luego fue en busca del muchacho, que curaba junto al arroyo una herida que había recibido en el hombro. Junto al cuello se destacaban tres rayitas rojas.

-Es la señal que vi en el príncipe recién nacido! -exclamó el general.

Comprendió entonces que la persona que ocupaba el trono no era el verdadero rey y, con su autoridad, ciñó la corona en las sienes de su autentico dueño.

El príncipe había sufrido demasiado y sabía perdonar. El usurpador no recibió mas castigo que el de trabajar a diario.

Cuando el pueblo alababa el arte de su rey para gobernar y su gran generosidad él respondía: Es gracias a haber vivido y sufrido con el pueblo por lo que hoy puedo ser un buen rey .

El gigante egoista



Cada tarde, a la salida de la escuela, los niños se iban a jugar al jardín del Gigante. Era un jardín amplio y hermoso, con arbustos de flores y cubierto de césped verde y suave. Por aquí y por allá, entre la hierba, se abrían flores luminosas como estrellas, y había doce albaricoqueros que durante la Primavera se cubrían con delicadas flores color rosa y nácar, y al llegar el Otoño se cargaban de ricos frutos aterciopelados. Los pájaros se demoraban en el ramaje de los árboles, y cantaban con tanta dulzura que los niños dejaban de jugar para escuchar sus trinos.

“¡Qué felices somos aquí!”, -se decían unos a otros.


Pero un día el Gigante regresó. Había ido a visitar a su amigo el Ogro de Cornish, y se había quedado con él durante los últimos siete años. Durante ese tiempo ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, pues su conversación era limitada, y el Gigante sintió el deseo de volver a su mansión. Al llegar, lo primero que vio fue a los niños jugando en el jardín.

“¿Qué hacéis aquí?”, surgió con su voz retumbante.


Los niños escaparon corriendo en desbandada.

“Este jardín es mío. Es mi jardín propio”, dijo el Gigante; “todo el mundo debe entender eso y no dejaré que nadie se meta a jugar aquí.”

Y, de inmediato, alzó una pared muy alta, y en la puerta puso un cartel que decía:

ENTRADA ESTRICTAMENTE PROHIBIDA
BAJO LAS PENAS CONSIGUIENTES


Era un Gigante egoísta…


Los pobres niños se quedaron sin tener dónde jugar. Hicieron la prueba de ir a jugar a la carretera, pero estaba llena de polvo, estaba plagada de pedruscos, y no les gustó. A menudo rondaban alrededor del muro que ocultaba el jardín del Gigante y recordaban nostálgicamente lo que había detrás.

“¡Qué dichosos éramos allí!”, se decían unos a otros.

“La Primavera se olvidó de este jardín”, se dijeron, “así que nos quedaremos aquí el resto del año.”


Cuando la primavera volvió, toda la comarca se pobló de pájaros y flores. Sin embargo, en el jardín del Gigante Egoísta permanecía el invierno. Como no había niños, los pájaros no cantaban, y los árboles se olvidaron de florecer. Sólo una vez una lindísima flor se asomó entre la hierba, pero apenas vio el cartel, se sintió tan triste por los niños que volvió a meterse bajo tierra y volvió a quedarse dormida.

Los únicos que se sentían a gusto allí eran la Nieve y la Escarcha. La Nieve cubrió la tierra con su gran manto blanco y la Escarcha cubrió de plata los árboles. Y en seguida invitaron a su triste amigo el Viento del Norte para que pasara con ellos el resto de la temporada. Y llegó el Viento del Norte. Venía envuelto en pieles y anduvo rugiendo por el jardín durante todo el día, desganchando las plantas y derribando las chimeneas.

“¡Qué lugar más agradable”, dijo.“ Tenemos que decirle al Granizo que venga a estar con nosotros también.”


Y vino el Granizo. Todos los días se pasaba tres horas tamborileando en los tejados de la mansión, hasta que rompió la mayor parte de las tejas. Después se ponía a dar vueltas alrededor, corriendo lo más rápido que podía. Se vestía de gris y su aliento era como el hielo.

- "No entiendo porqué la Primavera tarda tanto en llegar aquí”, decía el Gigante Egoísta cuando se asomaba a la ventana y veía su jardín cubierto de gris y blanco, “espero que pronto cambie el tiempo.”

Pero la Primavera no llegó nunca, ni tampoco el Verano. El Otoño dio frutos dorados en todos los jardines, pero al jardín del Gigante no le dio ninguno.
“Es un gigante demasiado egoísta” decían los frutales. De esta manera, el jardín del Gigante quedó para siempre sumido en el Invierno, y el Viento del Norte, el Granizo, la Escarcha y la Nieve bailoteaban lúgubremente entre los árboles.

Una mañana, el Gigante estaba en la cama todavía cuando oyó que una música muy hermosa llegaba desde afuera. Sonaba tan dulce en sus oídos, que pensó que tenía que ser el rey de los elfos que pasaba por allí. En realidad, era sólo un jilguerito que estaba cantando frente a su ventana, pero hacía tanto tiempo que el Gigante no escuchaba cantar ni un pájaro en su jardín, que le pareció escuchar la música más bella del mundo. Entonces el Granizo detuvo su danza, y el Viento del Norte dejó de rugir y un perfume delicioso penetró por entre las persianas abiertas.


“¡Qué bien! Parece que por fin llegó la Primavera” dijo el Gigante, y saltó de la cama para correr a la ventana.

¿Y qué es lo que vio?


Ante sus ojos había un espectáculo maravilloso. A través de una brecha del muro habían entrado los niños, y habían trepado a los árboles. En cada árbol había un niño, y los árboles estaban tan felices de tenerlos nuevamente con ellos, que se habían cubierto de flores y balanceaban suavemente sus ramas sobre sus cabecitas infantiles. Los pájaros revoloteaban cantando alrededor de ellos, y los pequeños reían. Era realmente un espectáculo muy bello. Sólo en un rincón se mantenía el Invierno. Era el rincón más apartado del jardín y en él se encontraba un niño, pero era tan pequeño que no lograba alcanzar las ramas del árbol, y el niño daba vueltas alrededor del viejo tronco llorando amargamente. El pobre árbol estaba todavía completamente cubierto de escarcha y nieve, y el Viento del Norte soplaba y rugía sobre él, sacudiéndole las ramas, que parecían a punto de quebrarse.


“¡Súbete a mí, niñito!”, decía el árbol, inclinando sus ramas todo lo que podía. Pero el niño era demasiado pequeño.
El Gigante sintió que el corazón se le derretía.

“¡Cuán egoísta he sido!” exclamó. Ahora sé porqué la Primavera no quería venir hasta aquí. Subiré a ese pobre niñito al árbol y después voy a tirar el muro. Desde hoy mi jardín será para siempre un lugar de juegos para los niños.


Estaba realmente arrepentido por lo que había hecho.


Bajó entonces la escalera, abrió cautelosamente la puerta de la casa, y entró en el jardín. Pero en cuanto lo vieron los niños se aterrorizaron, salieron a escape y el jardín quedó en Invierno otra vez. Sólo quedó aquel pequeñín del rincón más alejado, porque tenía los ojos tan llenos de lágrimas que no vio venir al Gigante. Entonces el Gigante se le acercó por detrás, lo cogió suavemente entre sus manos y lo subió al árbol. Y el árbol floreció de repente, y los pájaros vinieron a cantar en sus ramas, y el niño se abrazó al cuello del Gigante y le besó. Y los otros niños, cuando vieron que el Gigante ya no era malo, volvieron corriendo alegremente. Con ellos la Primavera volvió al jardín.


“Desde ahora el jardín será para vosotros, hijos míos”, dijo el Gigante, y asiendo un hacha enorme, echó abajo el muro.

Al mediodía, cuando la gente se dirigía al mercado, todos pudieron ver al Gigante jugando con los niños en el jardín más hermoso que habían visto jamás. Estuvieron allí jugando todo el día, y al llegar la noche los niños fueron a despedirse del Gigante.


“Pero, ¿dónde está el más pequeñito?”, preguntó el Gigante, “¿ese niño que subí al árbol del rincón?”


El Gigante lo quería más que a los otros, porque el pequeño le había dado un beso.

“No lo sabemos” respondieron los niños, “se marchó solito.”
“Decidle que vuelva mañana” dijo el Gigante.


Pero los niños contestaron que no sabían dónde vivía y que nunca lo habían visto antes. Y el Gigante se quedó muy triste.


Todas las tardes, al salir de la escuela, los niños iban a jugar con el Gigante. Pero al más pequeñito, a ese que el Gigante más quería, no lo volvieron a ver nunca más. El Gigante era muy bueno con todos los niños, pero echaba de menos a su primer amiguito y muy a menudo se acordaba de él.


“¡Cómo me gustaría volverlo a ver!” repetía.


Fueron pasando los años, y el Gigante envejeció y sus fuerzas se debilitaron. Ya no podía jugar; pero, sentado en un enorme sillón, miraba jugar a los niños y admiraba su jardín.


“Tengo muchas flores hermosas”, decía, “pero los niños son las flores más hermosas de todas.”


Una mañana de Invierno, miró por la ventana mientras se vestía. Ya no odiaba el Invierno, pues sabía que el Invierno era simplemente la Primavera dormida, y que las flores estaban descansando. Sin embargo, de pronto se restregó los ojos, maravillado, y miró, miró…


Lo que estaba viendo era realmente maravilloso. En el rincón más alejado del jardín había un árbol cubierto por completo de flores blancas. Todas sus ramas eran doradas, y de ellas colgaban frutos de plata. Debajo del árbol estaba parado el pequeñito a quien tanto había echado de menos.
Lleno de alegría, el Gigante bajó corriendo las escaleras y entró en el jardín. Pero cuando llegó junto al niño, su rostro enrojeció de ira, y dijo:


“¿Quién se ha atrevido a hacerte daño?” Porque en la palma de las manos del niño había huellas de clavos, y también había huellas de clavos en sus pies.


“¿Pero, quién se atrevió a herirte?”, gritó el Gigante. “Dímelo, para coger mi espada y matarlo.”


“¡No!”, respondió el niño. “Estas son las heridas del Amor.”


“¿Quién eres tú, mi pequeño niñito?”, preguntó el Gigante, y un extraño temor lo invadió, y cayó de rodillas ante el pequeño.


Entonces el niño sonrió al Gigante, y le dijo:


“Una vez tú me dejaste jugar en tu jardín; hoy jugarás conmigo en mi jardín, que es el Paraíso.”


Y cuando los niños llegaron esa tarde, encontraron al Gigante muerto debajo del árbol. Parecía dormir, y estaba enteramente cubierto de flores blancas…

La ratita presumida


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Érase una vez, una ratita que era muy presumida. Un día la ratita estaba barriendo su casita, cuando de repente en el suelo ve algo que brilla... una moneda de oro.

La ratita la recogió del suelo y se puso a pensar qué se compraría con la moneda.

“Ya sé me compraré caramelos... uy no que me dolerán los dientes. Pues me comprare pasteles... uy no que me dolerá la barriguita. Ya lo sé me compraré un lacito de color rojo para mi rabito.”

La ratita se guardó su moneda en el bolsillo y se fue al mercado. Una vez en el mercado le pidió al tendero un trozo de su mejor cinta roja. La compró y volvió a su casita.

Al día siguiente cuando la ratita presumida se levantó se puso su lacito en la colita y salió al balcón de su casa. En eso que aparece un gallo y le dice:

“Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”.

Y la ratita le respondió: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”

Y el gallo le dice: “quiquiriquí”. “Ay no, contigo no me casaré que no me gusta el ruido que haces”.

Se fue el gallo y apareció un perro. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿tú por las noches qué ruido haces?”. “Guau, guau”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido me asusta”.

Se fue el perro y apareció un cerdo. “Ratita, ratita tú que eres tan bonita, ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú por las noches qué ruido haces?”. “Oink, oink”. “Ay no, contigo no me casaré que ese ruido es muy ordinario”.

El cerdo desaparece por donde vino y llega un gato blanco, y le dice a la ratita: “Ratita, ratita tú que eres tan bonita ¿te quieres casar conmigo?”. Y la ratita le dijo: “No sé, no sé, ¿y tú qué ruido haces por las noches?”. Y el gatito con voz suave y dulce le dice: “Miau, miau”. “Ay sí contigo me casaré que tu voz es muy dulce.”

Y así se casaron la ratita presumida y el gato blanco de dulce voz. Los dos juntos fueron felices y comieron perdices y colorín colorado este cuento se ha acabado.

Los amigos


Había una vez un país donde había muchas flores, quizás tantas que cuando las mariposas golosas ya no sabían en cual flor se posarían cada día, y los picaflores se paseaban aquí, acá y allá.

Esto era obra del amor que brotaba de todos los corazones, y era expresado en la disposición a sonreír, no habían peleas, ni malos entendidos y los corazones estaban plenos de sí mismos, las fragancias de las flores llenaban sus sentidos, de emociones, de pensamientos y sentimientos puros.

Hasta que un día un par de amigos no se hablaron más, y las flores de sus jardines se marchitaron, cuando se veían en la calle se ignoraban como si nunca se hubieran conocido, y cuando esto ocurría los jardines aledaños también se marchitaron.

Este par de amigos empezó a enfermar a su familia, amigos, teñían todo a su alrededor con la falta de amor.

Y un picaflor que venía de un lugar muy lejano se sorprendió de los cambios que se habían producido allí, ya no era el país lindo que era.

Entonces se propuso que visitaría todas las casas que estaban un poco feas, y que con su cantar alegraría las flores y estas volverían a ser partícipes de jardines muy bellos.

Así que con su alegre cantar, lleno de música los jardines y estos empezaron a mejorar poco a poco.

Y los corazones nuevamente estuvieron felices, pero hubo algunos jardines que no tuvieron remedio, era del par de amigos que no se hablaban.

Un día el pajarito cantó una canción muy triste en casa de uno de ellos, y éste lloró amargamente y se dio cuenta que si no volvía a conversar con su amigo, él ya no podría ser feliz, el rencor le roía el alma.

En otro día cantó la misma canción al otro amigo, pero este tenía duro el corazón, el picaflor lo intentó tres días la misma canción al no obtener resultados, cantó la canción de cuna que cantaba a sus hijitos y éste se sintió triste y se dio cuenta que le faltaba algo y que no podía ser feliz.

Esa misma tarde al pasear por allí, se encontró con su amigo, le miró a los ojos y le dijo: ¿cómo estas, querido amigo? y él sólo le abrazó y le dijo que lo amaba y que su amistad era un tesoro que había perdido.

Ambos amigos se quedaron abrazados largamente y se prometieron mutuamente nunca dejar pasar demasiado tiempo para estar en paz.

Y cuando el pajarito vio esto se puso muy contento y emprendió nuevamente su vuelo.

Todo en ese país, fue nuevamente la tierra de las flores y del color y porque no decirlo también de la armonía.