martes, 13 de octubre de 2009

Pulgarcito



Había una vez un leñador y su mujer que estaban muy tristes porque no tenían hijos.
––¡Hay tanto silencio en nuestra casa! Si sólo tuviera un hijo a quien amar –decía la esposa–, ¡no me importaría que fuera tan pequeño como mi dedo pulgar!

Pasó el tiempo, y finalmente tuvieron un hijo, lo cual los hizo muy felices a ambos.



Aunque parezca mentira, el muchacho nunca llegó a ser más grande que el dedo pulgar de un hombre, así es que le llamaron Pulgarcito. Sí demostró ser muy inteligente y hábil y todo lo que emprendía le resultaba bien.
Un día, cuando el padre de Pulgarcito partía hacia su trabajo, dijo:
––Ojalá Pulgarcito fuera más grande, así podría llevarme más tarde la carreta hasta el bosque.
––De todas maneras lo puedo hacer –le dijo después el pequeño a su madre–. Si me enganchas el caballo, madre, te mostraré cómo.

La madre de Pulgarcito hizo lo que él le decía.

––Ahora, ponme en la oreja del caballo, y le indicaré por donde tiene que ir.

De este modo la carreta inició su marcha con Pulgarcito metido en la oreja del caballo. Cuando el niño le decía "dobla a la izquierda" o "dobla a la derecha" eso hacía exactamente el cuadrúpedo.
Dos hombres que paseaban por el bosque se sorprendieron al ver un caballo tirando una carreta que se movía sin conductor. Curiosos, fueron detrás de la carreta para ver adónde iba.
Cuando la carreta se detuvo en el lugar donde trabajaba el padre de Pulgarcito, los dos hombres se asombraron al ver cómo aquel bajaba al diminuto niño de la oreja del caballo.

––¡Qué hábil es ese muchachito¡ –dijo uno de los hombres–. ¿Estaría dispuesto a venderlo?
––Nunca lo haría –replicó con orgullo el leñador–, es mi hijo.

Sin embargo, subido en la espalda de su padre y hablando muy bajito, Pulgarcito le dijo a éste:
––Está bien, papá, deja que yo vaya con ellos. Será una aventura y yo sé cómo volver pronto a casa.

El leñador no quería hacerlo, pero ante la insistencia de su hijo lo vendió por mucho dinero.
Uno de los hombres colocó a Pulgarcito en su bolsillo, y dijo:
––Podemos ponerlo en exposición. Nos hará ricos.



Luego se pusieron en marcha.
Al acercarse ya la noche, Pulgarcito gritó:
––Por favor, bájenme para que pueda estirar las piernas.
Cuando los hombres lo pusieron en el suelo, Pulgarcito se fue corriendo y se escondió. Los hombres lo buscaron por todas partes, pero había desaparecido.
Pulgarcito buscó un lugar seguro para dormir. Pronto encontró una casa al lado de una iglesia y se metió en un establo. Allí se acomodó para dormir en el heno.
A la mañana siguiente, la cocinera de la casa fue a ordeñar y a alimentar a la vaca. Agarró nada menos que el mismo fardo de heno donde dormía Pulgarcito.
Cuando Pulgarcito despertó se encontró con que iba hacia arriba y hacia abajo en la boca de la vaca. Cayó luego al estómago de la vaca con todo el heno.

—¡Deja de comer! –gritó Pulgarcito–, me estoy ahogando.

Al escuchar que una voz salía del hocico de la vaca la cocinera se sorprendió tanto que fue corriendo a avisarle al párroco.

—¡Socorro! –gritó–. ¡La vaca está hablando!
—No sea tonta –le dijo el párroco–. Las vacas no saben hablar



Justo en ese momento Pulgarcito gritó de nuevo. El párroco también se asombró. Asustado, y lleno de supersticiones, el párroco mandó matar a la vaca. Tan pronto como pudo, Pulgarcito salió gateando del estómago de la vaca y se fue calladito. Nadie lo vio.
Pero ahí no habían terminado los problemas del niño. Pasaba por allí un lobo hambriento y vio a Pulgarcito en el corral.

—Este será un refrigerio sabroso –pensó el lobo, y se engulló a Pulgarcito de un solo bocado.

El hábil Pulgarcito pensó rápidamente en un plan:
—Lobo –gritó–, si todavía tienes hambre yo sé donde hay mucha comida. Y le explicó al lobo cómo llegar a su propia casa, que no estaba lejos.

Cuando llegaron, Pulgarcito dijo:
—Ahora entra por el desagüe y llegarás hasta la cocina, donde siempre hay mucho para comer.

El desagüe era bastante pequeño pero, aunque apretado, el lobo logró meterse a empujones, y justo logró pasar.
En la cocina el lobo comió tanto que cuando quiso entrar de nuevo en el desagüe para salir ¡no cabía por gordo!




Entonces Pulgarcito empezó a gritar muy fuerte.


Sus padres llegaron corriendo hasta la cocina para ver de qué se trataba tanto ruido y alboroto.

—¡Es un lobo! –dijo el padre de Pulgarcito–. ¿Dónde está mi hacha?
—¡Espera, papá! –gritó Pulgarcito–. ¡Soy yo! ¡Estoy aquí dentro del estómago del lobo!
—¡Pulgarcito! –gritó su padre–. ¡No te preocupes, te vamos a salvar!
El padre del pequeño cogió el hacha y le dio un golpe en la cabeza al lobo. Luego, con mucho cuidado, abrió un pequeño hueco en el estómago del lobo.
Pulgarcito salió de un salto, sano y salvo.

—¡Te dije que volvería pronto, papá! –dijo, riéndose.

Los padres de Pulgarcito estuvieron muy contentos al verlo.

—Nunca más nos vamos a separar de ti –le dijo su padre–, ni por todo el oro del mundo.
—¡Y yo nunca más abandonaré mi hogar! –prometió el niño–. He tenido suficientes aventuras como para todo el resto de mi vida.

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